Doy inicio a una serie de relatos cortos sobre hechos que ocurrieron en Santa Cruz en la segunda mitad del siglo XX. Siempre que estés ante una leyenda, puedes estar seguro de que, si profundizas en el verdadero fondo de las cosas, encontrarás una historia.
1.- Las Putas de Carlos Duarte.
La cantina de Carlos Duarte estaba situada en la calle del comercio, a 50 metros al este de la Casa de Alto. Este era un punto de encuentro para los campesinos que cada sábado cumplían el mismo ritual en la ciudad: llegaban con sus caballos cargados de cereales, que vendían en las tiendas de los chinos, y compraban en estas los artículos alimenticios que no producían en sus pequeñas propiedades. Traían a sus mujeres e hijos, quienes se hospedaban en casas de conocidos o familiares. Por las tardes, toda la familia salía a pasear, deteniéndose en la botica del chino Otto, donde compraban helados de palito hechos de sirope con chan. También adquirían una onza de un perfume llamado Pacholí, de un olor penetrante, para perfumar a todos y regresar olorosos a sus hogares.
Después de llevar a los niños a dormir, los adultos regresaban al centro de la ciudad, deteniéndose en la cantina de Carlos Duarte para tomar unos tragos de a peso. A media cuadra, frente a la Casa de Alto, estaba la Parranda de Vitirío, una especie de cantina con salón de baile, amenizado con marimba, donde bailaban hasta la medianoche, cuando se apagaba el alumbrado público.
Mi padre tenía una carnicería junto a la cantina de Carlos Duarte, y ambos locales compartían el mismo patio, donde, en una paila montada sobre tres piedras grandes, se hacían chicharrones de res. La manteca resultante se vendía para la confección de jabones y como aderezo para rosquillas y tanelas. Yo visitaba regularmente para comer los chicharrones que preparaba Elías Munguía.
Durante las fiestas de enero, este escenario cambiaba: la calle del comercio se llenaba de ventas y juegos, y la población de la ciudad crecía. Mi rutina seguía siendo la misma: ir a comer chicharrones todos los días. Un día, noté una fila de hombres que se dirigía hacia una troja a la que se accedía por una improvisada escalera. De vez en cuando, una mujer lanzaba agua desde lo alto y gritaba: “El siguiente”. Sorprendido, pregunté a Elías sobre el suceso, y sin dejar de mover los chicharrones, respondió con indiferencia: “Son las putas de Carlos Duarte”. Al insistir con la pregunta de qué eran putas, solo recibí una regañada por preguntón.
Con el tiempo, supe que en Santa Cruz se había adoptado la costumbre de traer prostitutas de San José para que las mujeres llegaran vírgenes al matrimonio y los varones adquirieran destrezas sexuales. Algunos padres incluso llevaban a sus hijos adolescentes para que perdieran su virginidad. Algunas de estas mujeres se quedaron ejerciendo la prostitución en Santa Cruz, mientras que otras se juntaron con algún cliente que, según se decía en esa época, “las honró”. Algunas de sus descendencias aún viven en la ciudad.
2.- El Pelao.
En la década de los 60, Santa Cruz experimentó un alarmante brote de embarazos no deseados y padres desconocidos. Mujeres, jóvenes y mayores, solteras y viudas, aparecían embarazadas. Incluso personas con discapacidades se vieron afectadas. Por esos años, un par de hermanos de apellido Madrigal, conocidos como “cartagos”, se establecieron en el barrio Estocolmo y se dedicaban al comercio informal, apuntando las mercancías en tarjetas que sus clientas, en su mayoría jefas de hogar, adquirían a crédito.
Pronto surgió la leyenda de “El Pelao”, un hombre desnudo que, aprovechando que el alumbrado público se apagaba temprano, entraba en algunas casas para violar mujeres, algunas de las cuales terminaban embarazadas. La comunidad comenzó a sospechar de los hermanos Madrigal, quienes, debido a su comercio, conocían el núcleo familiar de sus clientes. Eventualmente, los rumores se intensificaron y los hermanos se vieron obligados a abandonar la ciudad de noche.
A pesar de su partida, los embarazos indeseados continuaron. Los hijos de “El Pelao” eran mestizos como la mayoría de la población de Santa Cruz, y el mito del depredador externo sirvió para encubrir una realidad más dolorosa: el abuso dentro del hogar. Hoy sabemos que la mayoría de los abusos ocurren en el seno familiar y que debemos dejar de ocultar estos casos como asuntos privados. La violencia doméstica es un asunto de salud pública que nos compete a todos.
3.- Cristino.
En aquellos tiempos, cuando el río Diriá fluía vigorosamente incluso en verano, se formaban refrescantes pozas a las que acudían bañistas, quienes, según su preferencia, visitaban regularmente el Tendal, la Catarrosa, las Lajas o el Guabo. En este último, la mayoría de los hombres se bañaba desnuda por estar más alejado.
Las lavanderas del pueblo se situaban entre cada poza, lavando la ropa con chingastes y dejándola secar en las piedras del río. Los niños y niñas se bañaban en pequeñas piletas bajo la estricta mirada de las lavanderas, quienes también se bañaban usando un fustán que al mojarse dibujaba sus cuerpos.
Cerca del puente colgante vivía Cristino, un sastre solitario de unos 30 años, que cada tarde cruzaba el puente y recorría la margen del río hasta la poza del Guabo, para observar desde lejos a los bañistas. Este acto de “samueliar”, o espiar cuerpos desnudos, le proporcionaba gratificación, aunque desconocemos si tenía alguna preferencia específica o si simplemente disfrutaba de la desnudez humana sin distinción.